jueves, 12 de julio de 2012

Hubiese querido escribir sobre el hombre
en lo más alto del hombre, con el molinillo de palabras de un espíritu
que luchase la ausencia de un libro vergonzoso,
que una vez sobre toda vez
supiese cantar el infinito desde sus sombras domésticas.




Hubiera querido alcanzarlo en la trémula soledad de sus multitudes
sin que ningún eco me devolviese
la palabra traicionada, antes de haber sentido que mi lengua
tenía el gusto a sal de lo irreparable.




Pero la tierra rasa es inmensa
bajo la mano del criminal educado
y ningún corazón se halla hoy en voluntad
de celebrar las bodas del día y la perfección.








No habla aquél que se promete aún una herencia
bajo el puñal helado de los acontecimientos, cuando la esperanza
debió conquistar sus ojos mustios
por el derecho de un milagro en la carne del hombre.




Ni el que arranca de su aliento el dolor y las pérdidas
mientras algún dios contraído en su verdad
lo arroja como una flor eterna junto a los estanques del cielo.




Sino uno que indefenso
no tuvo a bien resistir el veneno secretado en común
para que ya deshauciado pudiese comprender
cómo la savia negra de un árbol inmemorial
lo arrojaba entre sus frutos.








Las flechas del enigma abren las distancias del cielo, fecundan
las voces extranjeras junto a un cuento familiar
remontan la claridad sobre sí misma
hacia el asombro de las cosas.




O en el mundo retenido como una gran queja
dispensan la ilusión que una plegaria
compone entre los labios del verdugo y las voces
de sus dioses condolidos.




Y sin embargo
solarmente como una cruda naturaleza
otra devastación bajo la piel del más lúcido
anticipa el paisaje de una vida
en sus mesetas desoladas.








El viento entre las casas y el susurro de un niño
buscan a tientas el gran claro
donde el aliento pueda perderse y encontrarse a su antojo
con la sola confianza
floreciendo en la muerte.





La tierra dividida en gracias y tareas lejanas
ofrece sus frutos, enseña recodos de soledad
donde las criaturas ya no miden las estrellas
ni aseguran el tiempo.




Y aún, en el centro del mundo,
esta cabeza exacta habituada a sí misma
no tiene aliento sino para empujar
un sentido inconsolable
y retener los albos frutos de la soledad
en el hartazgo de los cuartos.








(Sobre la carne extenuada, que ya viste todas las cicatrices
de los ruegos y el amor
brota cada tanto una tibieza excesiva, que a todo penetra
y abraza sin distancia
haciendo del planeta un balón feliz).




(En el cuaderno de los pobres, donde la escritura
se borra de pronto con inalterable limpidez
asiste a veces un resplandor secreto
que une la necesidad a esos países extraños
donde el perdido se vuelve un rey
más poderoso que la opresión o la locura).




Aquel día, en una ciudad cualquiera,
acompañé a estos corazones desnudos
con la amistad fraternal de la respiración en la tierra
cuando el retrato borrado de un mendigo en mi alma
repuso el juego del hombre
como una brusca asfixia.








Hubiese intentado el calor imperecedero
que algunos resguardan poesía
entre mil paciencias olvidadas
para que la arena silbante y las olas felices
escapasen por una vez a las razones de lo humano.






Uno con su flauta y otro
con sus ojos abiertos
librarían francamente la fuerza
sin costumbre ni agitación, celebrándose cenizas
en cada latido generoso.






Si no fuese porque al fin
aquella luz a la que me prometo
es consumida por las palabras grandiosas
acerca de la luz
-y de la dócil plegaria a la arenga inmortal
se desangra el día.














Hermano mío:
la más alta torre se alza
sobre el reflejo humano de charcos y cadenas, sus prisioneros
desean para sí
que la mirada sea salva sobre las apariencias del mundo.






Y bajo un cielo lánguido, yo voy en compañía
de estos asesinos familiares
de quienes tempranamente conozco mi cuerpo
a lo largo de la niebla y el temblor de la noche.